Convivir con el Teatro Bolivar
En las mañanas subo a paso firme y rápido la empinada calle Chile, para llegar a mi destino. El Teatro Bolívar vive en una hermosa calle del centro de Quito; llegar es un regalo con contrastes, siento adrenalina al caminar junto a personajes urbanos del submundo que deambulan por la Marín, que viran la esquina, en la Montufar o descansan a los pies de una iglesia barroca; y yo, en mi paso casi siempre apurado, me asombro desde siempre entre las piedras que hacen las calles del centro colonial, las fachadas, los rostros. Llegar al Teatro es una dicha, no es común trabajar en un espacio de mi ciudad donde tanta gente talentosa se ha presentado.
El Teatro tiene su energía e historia propias y vive en bastante soledad, son pocas las animas que lo habitan, lo cuidan y limpian, y por eso la presencia subjetiva de sus cuartos aun quemados en su mayoría, se siente evidente. No le temo. Entramos por la puerta de atrás, para mi, un privilegio de quienes tienen la llave para acceder. El graderío es oscuro y en contadas excepciones me he encontrado con la puerta alargada del segundo piso, abierta. Y entrar es también especial, por que el segundo piso es majestuoso, sus techos son altísimos y los ventanales son largos, el mirador interno y la mueblería le dan un aspecto de esplendor apagado, los muros se ven quemados, la luz entra abundante, mis ojos se deleitan, a la vez que normalizo en mi rutina y pensamiento el trabajar ahí, y en esta cotidianidad me entrego a la causa de no dejar morir el asombro.
En el tercer piso habita nuestra danza, las disertaciones sobre la vida y el arte. Este espacio es luminoso, es el ultimo piso, así que en las vigas del techo podemos ver el trabajo de reconstrucción para el Teatro que se quemo, me gusta el contraste entre lo formal de su arquitectura evidente y la visión industrial de las vigas metálicas con cobertura anti-incendios amarilla que componen el techo, el sonido viaja de forma evidente a través de los pisos del teatro. Llegar aquí es como llegar a un lugar exclusivo, para la creación. Cuando llegamos a la sala del tercer piso, hemos recibido la consigna de apropiarnos del espacio, de habitarlo. Como una cualidad que he practicado desde hace muchos años en mi vida; que podría creer que es una cualidad de las mujeres, empezamos a poner nuestra energía entre las tablas sucias y las paredes. Traemos nuestro material de trabajo y recuperamos el lugar que nos han asignado. Dejamos aquí nuestro material de trabajo, como consigna de que aquí residimos como interpretes y co - creadores.
Conforme pasa el tiempo sucede una convivencia en el espacio, mujeres quienes trabajamos conjuntamente con un objetivo común, con bastante armonía y madurez. En nuestro espacio, bailamos. La música resuena en el teatro. Trabajo serio y responsable, con acuerdos respetados y la necesario flexibilidad.
Descubrimos los alcances de nuestros cuerpos, indistintamente de la experiencia personal, entrenamos con una cadencia propia del grupo bajo la guía acertada de la maestra, con los matices de las personas que vivimos el proceso en una suerte de entrega colectiva, y en esa danza se produce la necesidad de expandir los sentidos y observar, escuchar, estar presente y ser receptivo para aprender de los demás y de uno mismo.
El Teatro Bolívar es espectador de cómo montamos la obra y a la vez nos influye. Convivir en el teatro es bastante peculiar, nos vamos volviendo actores cotidianos mas presentes y reconocibles, a medida de que las personas del barrio nos ven entrar y salir por las calles del centro histórico, el tiempo que dure.
Mientras tanto vemos a través de los ojos de la mascara de perro.
Michelle Argüello